La esponjosa textura de una rebanada de pastel de chocolate, el hilo de queso que se
desprende de un trozo de pizza o el sonido efervescente de un refresco recién servido
pueden ser estímulos suficientes para que muchas personas sientan la necesidad
incontrolable de saciar su antojo, aún sin tener hambre o sed.
Esa necesidad o impulso está relacionado con el desarrollo de la obesidad y puede ser un
factor importante para explicar por qué han fracasado las distintas estrategias
implementadas en México para combatir y prevenir este padecimiento, que fue reconocido
como enfermedad por la Organización Mundial de la Salud (OMS) desde 1998.
Muchas de estas estrategias se han basado en una perspectiva nutrimental, es decir,
prevenir la obesidad a través de limitar o eliminar el consumo de alimentos con altas
calorías. Sin embargo, investigadores como Estefania Espitia, doctora en ciencias
biomédicas por la UNAM y actual investigadora postdoctoral del Centro de Ciencias de la
Complejidad (C3) de la misma universidad, consideran que estas estrategias deben incluir
un factor crucial: el cerebro, específicamente la forma en la que el consumo de alimentos
ricos en grasas y azúcares puede modificarlo, y hacerlo adicto a ellos, en una forma muy
similar a lo que sucede con las drogas.
Debido a que “el cerebro está tan cambiado por este tipo de alimentos altos en azúcar y
grasa, no es tan fácil dejarlos. El abordaje clínico tiene que cambiar para poder ayudar a las
personas. No puede ser que un médico le diga ‘deje de comer y haga ejercicio’ a una
persona que siempre ha comido lo mismo y que nunca ha hecho ejercicio en su vida”,
asevera Espitia.
Con esta perspectiva, que es esencialmente distinta a las del pasado, Espitia propone abordar a la obesidad desde una óptica compleja en la que participen nutriólogos y médicos, pero también psicólogos y, en casos extremos, psiquiatras, para ayudar a la gente a adquirir un nuevo estilo de vida.
El enfoque tradicional de prevenir la obesidad
Según cifras de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) , en 2012 el 71.3% de la población adulta
mexicana (20 años o más) padecía de obesidad; seis años después, en 2018, la cifra
aumentó a 75.2%.
“En la actualidad y desde hace muchos años, ir al médico ya no funciona, al menos no en
estos ámbitos del ejercicio y la obesidad”, explica Espitia. “Los médicos te dan una lista de
lo que tienes y te dicen: ‘usted debe de dejar de comer tal cosa e incrementar su actividad’.
Y eso no ha cambiado nada en muchos años y es lo que normalmente se hace en el sector
de salud pública”, sostiene la investigadora.
Ejemplo de ello son los intentos gubernamentales como PREVENIMS, el programa
implementado en el 2002 por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), que pretendía
orientar a los drechoabientes en temas de salud por grupo de edad y sexo, así como
medición de peso y talla, para la detección oportuna de sobrepeso y obesidad. O el
“Programa Prevención y Regresión del Sobrepeso y la Obesidad”
(PPRESyO), puesto en
marcha en el 2017 durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, que diseña planes de
alimentación personalizados para que el paciente adopte una alimentación adecuada a su
salud y realice actividad física de forma habitual.
Aunque estas medidas pueden servir para normalizar el peso en algunas personas, Espitia
considera que es increíblemente difícil mantenerlas y requieren de un seguimiento riguroso.
Además, esta perspectiva no necesariamente atiende el problema de raíz: ¿cómo es que
cada persona desarrolló obesidad? ¿Qué elementos de su contexto social, económico,
cultural, lo detonaron? ¿Se puede resolver desde raíz y no simplemente con una dieta que
las personas abandonarán en unos meses? Y una pregunta quizás más interesante: ¿hay
variables neurológicas que es necesario tomar en cuenta para prevenir la obesidad?
Sobrevivir para comer, comer para sobrevivir
De acuerdo con la OMS, la obesidad es una enfermedad causada por distintos factores que
van más allá de la dieta y la actividad física, razón por la que es necesario considerar
aquellos otros componentes que explicarían el porqué resulta tan difícil que las personas
cambien sus hábitos alimenticios.
Uno de estos componentes tiene que ver con nuestro pasado cavernícola. Cuando el ser
humano aún no sabía cómo producir su propio alimento, la comida escaseaba, y debía
caminar largas distancias para obtenerla, desarrolló un proceso fisiológico para sobrevivir
que hoy conocemos como el sistema de recompensa.
El sistema de recompensa es un conjunto de neurotransmisores que se activa frente a
estímulos electroquímicos específicos. Algunos de esos neurotransmisores son el
glutamato, la serotonina, la acetilcolina, los opioides endógenos, la dopamina, entre otros. Y
es estimulado por eventos placenteros o de desagrado, incluso se activa con pensar en
aquello que nos genera placer o nos provoca miedo.
Su función principal es motivarnos para repetir comportamientos que nos hacen sentir
placer o gratificación: tenemos hambre, esa sensación nos motiva a buscar alimento, luego
al saciar el hambre experimentamos bienestar y, por ende, deseamos repetir esa sensación,
no solo para evitar el malestar generado por el hambre sino para buscar el placer de la
saciedad.
Este sistema de recompensa permitió que nuestros antepasados sobrevivieran porque, al
comer, obtenían la energía y la motivación para poder buscar más alimento. Antes,
alimentarse era una necesidad para mantener el equilibrio homeostático, es decir, para
mantener y regular las condiciones internas del cuerpo para su buen funcionamiento y evitar
una descompensación.
Entonces, tenemos hambre, comemos, sentimos
placer, pero ya no ‘gastamos’ esa energía antes de ingerir nuestro siguiente alimento.
“Actualmente, esos sistemas siguen ahí, tal vez ya no para nuestro beneficio porque ya
tenemos esos alimentos disponibles, y nos siguen gustando, pero ya no tenemos el
desgaste físico que teníamos en aquel entonces”, explica Espitia.
El investigador del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM, Daniel Osorio Gómez,
especialista en mecanismos neurobiológicos del aprendizaje y la memoria, coincide con
ella. “El problema, y creo que ahí es un gran problema, es que a partir del desarrollo de
comidas con aporte calórico exagerado, es decir, hiperpalatables o que sean muy, muy
ricas en cuanto a su sabor y la disposición de estos alimentos, pues en ese momento ya se
rompió ese equilibrio que había al principio. Entonces ahora la disposición de alimentos es
tal que favorece el desarrollo de ciertas patologías en cuanto a la ingestión de alimentos”,
como la obesidad.
La alta oferta de alimentos que activan el sistema de recompensa y motivan a la persona a buscarlos ha hecho que su consumo aumente, pero hay otros factores neuronales que importan cuando hablamos la adicción a la comida.
Recordamos lo sabroso
De acuerdo con el investigador Daniel Osorio, el sistema de recompensa no es lo único que
nos hace buscar alimentos y repetir el placer de saborearlos, sino también el recuerdo que
nos produce comer algo sabroso.
“El cerebro constantemente es bombardeado por señales provenientes del entorno, como
imágenes de alimentos que se ven apetecibles: las gorditas, los pambazos o los buñuelos, y
los olores de la comida cocinada. Una vez que viene la combinación de la vista con el olor,
esta imagen ingresa al sistema nervioso y genera una memoria [gustativa]”, dice Osorio.
“La memoria no sólo implica el reconocer un alimento en cuanto a su color, en cuanto a su
textura sino también en cuanto a su sabor porque entonces implicaría que si puedo
reconocer el sabor y este es similar al de otro alimento, eso implicaría que va a tener un
componente calórico relativamente similar”, afirma.
De acuerdo con él, el recuerdo generado por un alimento es el resultado de elementos
exteroceptivos “un sabor, un olor particular, incluso una textura, lo que sucede a nivel de
nariz y boca” en combinación con consecuencias post ingestivas, es decir, lo que sucede en
el estómago.
“Estas señales suben a través de un nervio, que se conoce como el nervio vago [que se
encarga de coordinar los movimientos de esófago e intestino, así como, los órganos
viscerales e interviene en la sensación gustativa e identificación de sabores], al cerebro, que
se encarga de integrar la información del medio externo, sabores y olores, con lo que
sucede después de lo que ingerí”, describe Osorio.
De la misma forma que el sistema de recompensa ayudó al ser humano primitivo a
sobrevivir, la memoria gustativa también permitió que nuestros pasados pudieran diferenciar
los alimentos inocuos y placenteros de los peligrosos. La memoria gustativa, dice Osorio,
ayudó a que el ser humano identificara “aquellos alimentos que tenían consecuencias post
ingestivas catastróficas, como que estuvieran envenenados, que pudieran generar algún
tipo de malestar”
Ahora, esa memoria gustativa está relacionada con la imposibilidad de dejar de comer lo
que nos gusta y que no es, necesariamente, lo más saludable. “El organismo sigue
respondiendo como cuando escaseaba la comida, buscamos aquellos alimentos que van a
favorecer la ingesta de grasas, azúcares, proteínas. Es tanta la disponibilidad de esos
alimentos ahorita, que nuestro cerebro parece estar respondiendo a cuestiones de placer, y
no para mantener el equilibrio homeostático”.
Entonces, la memoria gustativa en combinación con el sistema de recompensa hace que
recordemos y repitamos acciones que generan sensaciones gratificantes, tales como comer
algo sabroso, y también altamente calórico.
El placer de comer la garnacha
Ahora se sabe que, además de que los seres humanos tenemos más disponibilidad de
alimentos altamente calóricos, este tipo de comida también tiene la capacidad de
provocarnos más placer que otros.
Un estudio publicado en 2013 en la revista Obesity Reviews mostró que la comida con altas
cantidades de azúcar, grasa y carbohidratos, es decir, alimentos de alta palatabilidad (la
palabra alude a la cualidad de un alimento que resulta agradable al paladar), provocan un
intenso placer, pues incrementan la producción de dopamina en los circuitos de
recompensa del cerebro.
Esa dopamina no la genera, por ejemplo, una ensalada, explica la jefa del área de nutrición
del Hospital General Dr. Manuel Gea González, Angélica León Téllez. Una ensalada, por
ejemplo, tendría “un azúcar simple con fibra y otras vitaminas, que genera que la absorción
de esa azúcar no sea tan rápida”. En contraste, “una bebida azucarada o un alimento que
va con grasita o azúcar [como unos ricos tacos de suadero o una esponjosa dona glaseada]
nos da la señalización más rápida, porque la absorción de la glucosa es más rápida”,
explica León.
Además, estos alimentos “desatan el gusto, le dan el sabor al alimento y simplemente probar algo que tiene más sabor nos hace que se genere esas respuestas de sentirse felices”, aclara. Por lo tanto, puede resultar relativamente fácil eliminar las ensaladas y vegetales de nuestra dieta, pero no necesariamente deshacernos de las pastas o los dulces. Y por eso, nuestra decisión para comer sanamente no es únicamente una cuestión de querer o no hacerlo, sino de si el cerebro puede hacerlo.
Como toda adicción, con el paso del tiempo, el
cerebro se acostumbra a esa dopamina, genera cierta tolerancia y provoca un aumento en
la dosis. En algunas personas, eso significa que no basta con comer grandes cantidades de
comida calórica, sino hacerlo cada vez más frecuentemente y en cantidades cada vez
mayores.
Por eso, algunos autores comparan el consumo de alimentos calóricos con el de algunas
sustancias psicoactivas. La obesidad y la farmacodependencia comparten varias
características como el consumo excesivo de un tipo estímulo específico (la comida o la
droga), y esto es porque tanto los alimentos como las drogas generan sensaciones de
placer relacionadas con la producción de ciertas sustancias en el cerebro, específicamente
en el circuito de recompensa. “Sin embargo, no es el mismo pico que tenemos ante una
sustancia psicoactiva. El de la comida es menor, pero va en la misma dirección”, describe
Espitia.
De acuerdo con un artículo del 2007, publicado en The American Journal of Psychiatry, los
alimentos y las sustancias de abuso generan deleite pero con una pequeña pero importante
variación. Los alimentos activan el circuito de recompensa mediante el paladar, con la
participación de receptores que se involucran en los procesos de recompensa y refuerzo
(opioides endógenos y cannabinoides), y por medio del aumento de insulina y leptina
(hormonas encargadas de regular cuánta comida es necesario ingerir), mientras que las
sustancias de abuso activan ese mismo circuito directamente a través de sus efectos, los
cuales actúan directamente en las células de dopamina o en neurotransmisores que
modulan las células de dopamina.
Aún sin que sea una comparación exacta entre la adicción a la comida y a las drogas, lo
que plantean investigadores como Espitia u Osorio es que la adicción a la comida existe y
que eso puede estar relacionado con la incapacidad de dejar de comer alimentos, cuyo
consumo constante puede llevar al desarrollo de obesidad. Este nuevo abordaje de la
enfermedad destaca el hecho de que esta condición (el sobrepeso y la obesidad) no son
únicamente trastornos metabólicos, sino también trastornos cerebrales.
Una nueva perspectiva para tratar la obesidad
Así que, si la obesidad es en realidad un trastorno cerebral, como proponen algunos,
¿debería cambiar la forma de tratarla?
Para Espitia, y un conjunto de investigadores del C3, la respuesta es sí. Dentro de
Conductome, un proyecto multidisciplinario desarrollado en el C3 para identificar y analizar
los factores que influyen en la obesidad, han encontrado que el estudio de la obesidad
involucra comprender las relaciones causales entre una gran diversidad de componentes:
genético y epigenético, psicológico, neurológico, social, fisiológico, clínico, socioeconómico,
sociodemográfico, sociopolítico y ético, y poder predecir la conducta humana que lleva a
desarrollar la obesidad.
De acuerdo con Estefanía Espitia, un aspecto importante para prevenir y tratar la obesidad
es empezar por considerarla como un “trastorno neuronal, en el que sabes que el cerebro
de las personas ya está cambiado por el consumo de este tipo de alimentos”, asegura. Y en
ese sentido, dice, se pueden ”proponer intervenciones farmacológicas y también
psicológicas”.
Algunos especialistas proponen reclasificar la obesidad como un trastorno neuronal, y más
específicamente como un trastorno de conducta alimentaria (TCA), pues se sabe que la
ingesta excesiva de ciertos alimentos no responde a la necesidad de comer para evitar
sentir hambre o sufrir de desnutrición, sino a un componente psicológico que debe ser
identificado.
Una herramienta que ha ayudado a detectar este componente es la Escala de Adicción de
Yale (YFAS, por sus siglas en inglés), elaborada en el 2009 y compuesta por 25 ítems que
evalúan criterios como pérdida de control de consumo, el deseo persistente, el consumo
continuo a pesar de problemas físicos y psicológicos, deterioro o malestar físico
clínicamente significativo, entre otros, y que se asemejan a los síntomas de dependencia de
sustancias, descritos en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales
(DSM V).
“Se ha demostrado que hay diferentes tipos de terapia en psicología y los que más
funcionan –cuando se trata de obesidad y adicción a la comida– son los cognitivos
conductuales que, justamente, son los que te ayudan a establecer un objetivo y alcanzarlo”,
expresa Espitia.
Otra opción es el tratamiento farmacológico que está recomendado en pacientes “con un
índice de masa (IMC) corporal igual o mayor a 27 kg/m2 más alguna comorbilidad
metabólica. Las más frecuente es la resistencia a la insulina, diabetes y de ahí viene otras
comorbilidades como dislipidemia o hipertensión y se considera más su uso teniendo el
diagnóstico de obesidad (≥ a 30kg/m2)”, declara León Téllez. Este tipo de intervención debe
ser individualizada y requiere que se evalúen los riesgos y los beneficios.
“Hay ciertos fármacos que ayudan a las personas que son adictas a superar su adicción y
se ha visto que si le das naltrexona a estos pacientes pueden avanzar y superar la adicción,
pero lo más importante es que este mismo medicamento se les ha dado a personas con
obesidad mórbida y de esta manera es más fácil que estos pacientes se adhieran a las
dietas saludables”, menciona la investigadora Estefania Espitia.
La clave del tratamiento farmacológico es que los medicamentos pueden, por un lado,
modificar el metabolismo de los macronutrientes, es decir, modifica el proceso por el cual un
alimento es absorbido en el aparato digestivo y, por otro lado, actuar a nivel del sistema
nervioso central (SNC) para modular los procesos neuroendócrinos de la regulación del
apetito y la saciedad, lo que reduce la sensación de hambre y puede llevar a un consumo
cantidad menor de alimento que podría favorecer la pérdida de peso.
Un artículo publicado en la Revista Médica de Instituto Mexicano del Seguro Social, en el
2017, indica que la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA,
por sus siglas en inglés), ha autorizado cinco fármacos para el tratamiento de obesidad:
orlistat, lorcaserina, naltrexona-bupropion, fentermina-topiramato y liraglutida. En México, la
Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS), únicamente ha
aprobado el orlistat, y recientemente la liraglutida.
Pero estos medicamentos no son una solución mágica. De acuerdo con Ángelica León
Téllez, “si no se une el tratamiento farmacológico con el cambio en el consumo de alimentos
y con el cambio en el estilo de vida (de sedentario a una vida activa) van a pasar los meses
principales de acción (del medicamento) y llegará un momento en que (los pacientes) ya no
tiene la misma pérdida de peso”.
Los especialistas consideran que se necesita mayor investigación sobre la forma en que
ciertos alimentos generan adicción y, sobre todo, de qué forma este nuevo paradigma
puede servir para establecer estrategias que sí funcionen para prevenir y tratar la obesidad.
Este trabajo es parte de los resultados del Proyecto PAPIME PE303623: "¿Cómo comunicar la investigación? Una guía para científicos y científicas en formación", que lleva a cabo el Instituto de Fisiología Celular en alianza con el C3, UNAM
Ligas de interés: